jueves, 21 de enero de 2010

El poder de la palabra

............Aquella aciaga mañana me pesaban los párpados más que de costumbre. Nada más poner el pie en la calle, una ráfaga de viento helado me selló los labios y me entornó aun más los ojos. El viaje en metro fue tan agobiante como siempre. Decenas de libros de tapas duras me laceraban el cuerpo como un bosque de aristas especialmente pensado para incomodar al usuario. Sin embargo, una idea se mantenía fija en mi mente. Podía visualizarla con la claridad de la certeza absoluta y en esa visión me evadía del hostil alrededor.

............Llegué a Ciudad Universitaria y divisé mi objetivo. La mole gris tormenta de la Facultad de Ciencias de la Información engullía a los primeros estudiantes, que acudían en un goteo incesante de zombis mañaneros. Mis andares eran también torpes, no quería llamar la atención. Bajo mi abrigo, todo el cuerpo en tensión. Los puños apretados dentro de los bolsillos. Y, en la mirada, la chispeante determinación del que actúa movido por un incontestable imperativo moral. No había nada que pudiera detenerme.

............Subí las escaleras, sintiendo los nervios a flor de piel y callándolos a golpe de escalón tras escalón. Llegué al último piso con la luz del invierno madrileño filtrándose a través de los cristales sucios del enorme lucernario. El haz de luz, frío y bien definido, enmarcaba la puerta de mi clase de primero de Periodismo. Todo marchaba según el plan. Los veinte minutos de adelanto con los que había salido de casa eran más que suficientes para asegurarme la soledad del aula.

............Entré en la estancia de puntillas y me moví con una agilidad felina hasta la mesa del profesor. Hacía ya tiempo que había llamado mi atención la profusa botonería tecnológica que tapizaba la parte posterior del mueble. Quizá mi irracional devoción por las películas de James Bond acrecentó aun más el magnetismo de aquel ingenio multifuncional. Me senté y sentí el poder del malo de la película. A izquierda y derecha se repartían equipos de sonido, vídeo, DVD, clavijas, enchufes indeterminados y el punto clave de mi plan: los controles de audio del micrófono del profesor.

............Tocaba Historia Universal Contemporánea. Ése era el título bajo el que se refugiaba un profesor ególatra, mesiánico e hipócrita para tratar de acrecentar aun más su ego, que comenzaba a dejarle inservibles los agujeros del cinturón. Cansado de sus constantes peroratas autocomplacientes y de su pertinaz autobombo, decidí que fuera él la víctima de la pregunta que me tenía sin dormir y cuya resolución estaba próxima: ¿qué pasa si se ponen al máximo todos los controles de audio?

............Tras girar las ruedecitas hasta el valor más alto de su escala numérica, me senté a hacer como que leía el periódico. La clase se fue llenando paulatinamente de pies que se arrastraban desganados hasta su silla. Por fin llegó el orondo docente, acompañado de una miembro de su cohorte de lameculos, que portaba un mapamundi y el esperado micrófono.

............Sentí que me estallaba el corazón durante el breve lapso de tiempo transcurrido entre el posicionamiento del micrófono sobre la mesa y su maniobra de enchufado, llevada a cabo por la enchufada. Se escuchó un sonoro “paaaf”, tras el que sobrevino un sonido similar al que emiten las torres de alta tensión. Pero sólo yo me había percatado, ya que el resto de los compañeros todavía hablaban entre ellos.

............Entonces, el profesor se sentó en la silla y se aproximó hasta quedar literalmente encajado en la mesa. El momento esperado era inminente. No podía dejar que los tímpanos de mis allegados de pupitre reventasen. Mi conciencia no podría con ello, así que les dije en voz baja, pero firme: “Tapaos los oídos, venga, ya, hacedlo”. Me miraron con una mezcla de extrañeza y miedo y me hicieron caso.

............Para entonces, la boca del gurú del efectismo tendencioso se había acercado peligrosamente a la cabeza perforada del micrófono. Sólo se llegó a escuchar un principio de “buenos días”. Enseguida se colapsaron los altavoces y un coro de pitidos diabólicamente agudos se expandió por la clase, sembrando el dolor y la desorientación.

............Pude ver cómo mis compañeros se llevaban las manos a los oídos y se retorcían sobre los bancos. El profesor intentaba pulsar desesperadamente la tecla de apagado, pero la tortura sónica no le permitía actuar con precisión y sus dedos gordos se estrellaban contra alguna otra tecla equivocada. Después, se fundió el equipo y los altavoces dejaron de emitir aquel sonido robado al infierno. Todavía se escuchaban los gritos de mis compañeros, cuando tuve que enfrentarme con la mirada de mis allegados de pupitre. Sus ojos nadaban entre el agradecimiento y la reprobación.

............Gracias a aquella operación táctica, aprendí algo que me ha servido el resto de mi vida: el poder de la palabra no depende de su volumen.

4 comentarios:

Shiro dijo...

jajajaja, muy bueno. xD Ya me habría gustado a mi algún tipo de venganza con alguno de mis profesores, que se lo tenían bien merecidos. xD

Irene dijo...

De hecho, las palabras con más poder son las que se susurran.

Nacho Carratalá dijo...

Shiro, me alegra mucho que te guste. Y, en cuanto a la venganza, tranquilo. La vida es larga.

Irene, toda la razón. Gracias por leerme.

Josef dijo...

Reflexión del sabado por la mañana: Nacho si a tu ultima frase 'Gracias por leerme', le quita.mos la primera 'e' y ponemos 'am' nos sale una divertida frase.


Creo que he abusado de las conversaciones con Rosawn

¿Entre los más buscados?

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